Es lo último que atraviesa mi mente,
es la síntesis de mi día antes de re-
calar en el mundo de los sueños. Es el epílogo nocturno.
Epílogo nocturno
Me doy cuenta de lo que causa en mí en ese instante en que me descubro pensando en ella sin habérmelo propuesto, de manera inconsciente, casi involuntaria. Y con ese aire poético de su recuerdo voy dibujado las líneas y curvas de su rostro en los lienzos blancos de la imaginación. Su mirada se impone en claroscuro, mientras la sonrisa reposa aún en los pinceles limpios, para trazarla al final, con la metódica exactitud que se alcanza en la madrugada, cuando los alfileres del insomnio sostienen los párpados y me impiden dormir. Entonces, bajo el influjo exótico de la luz metálica de la luna que se filtra por el tamiz de la ventana, la mirada adquiere el brillo sensual con el que ya se puede, por fin, dar vida a la sonrisa.
Construyo entonces su retrato completo, perfecto. Su rostro dibujado en mi mente es un asunto dogmático, irrefutable. No importa qué suceda, ella permanece intacta, incólume. El pelo va cayendo sobre sus hombros, acariciándolos con una suavidad lírica que ni en los versos más melifluos se encuentra.
Carajo, pienso. Me está gustando más de la cuenta, más de lo que pretendía que me gustara. Me regaño a mí mismo, pero con la conminación viene adjunto el encanto sonoro, y me vuelvo a conmover, esta vez cuando escucho su voz en mi memoria auditiva. Me repite por enésima vez que su pelo es ondulado, y yo, aun cuando sé que es cierto, la contradigo, no tanto por debatir asuntos banales, como por volver a escucharla. Es que escucharla se volvió fantástico, no sé por qué, pero me alborota por dentro cuando habla con esa convicción casi ideológica de la forma de su pelo. Entonces mis palabras, como por arte de magia, renuncian a su eterna condición de pugna lingüística, de diatriba dizque intelectual contra la otra parte, y se transforman en una plegaria, en el humilde petitorio de una palabra, de una aunque sea, con tal que lleve impreso el timbre de su voz.
Se hace tarde, me duermo con un susurro de mi nostalgia que me musita “dormite tranquilo.” Y sopla las últimas palabras con cuidado, con esa templanza reflexiva de la propia precaución sentimental. Mientras yo oscilo entre el umbral del sueño y el mundo real, las escucho, sé que debo tener cuidado, que quererla más de la cuenta puede resultar muy peligroso, pero las escucho igual, escucho las palabras y de cierta forma me emociono: “A pesar de todo, mañana la vas a ver, vas a mirar su sonrisa, vas a escuchar su voz.” Por fin me duermo, con el corazón escaldado y el miedo arremolinando mi sangre. Me duermo, para acortar la espera de verla mañana.
Guatemala, 13 de febrero de 2008
Jorge Mario De León Juárez
CHINO
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