24 de enero de 2009

Cerca de las montañas nevadas


A eso de las 6 y hasta un poco más tarde, siempre sobran un par de pincelazos del sol de la tarde. Es por ello que el cielo, entre la oscuridad y la blancura de la nieve, guarda un entrepaño naranja. Las luces municipales exhalan un vapor cargado de granitos albos. Entre los pocos relieves, unas tres personas se mueven en distintas direcciones con pasos agitados, y en unos segundos se termina de disipar toda presencia humana y cualquier forma de sonido. La planicie de cemento queda completamente vacía. Cuando la soledad aqueja, el frío la congela, y no queda más opción que tiritar. Tiritar porque el cuerpo solito produce un poco de calor, y es necesario porque en el panorama de niebla ya se terminaron de desdibujar los rostros del día. La siguiente salida, el miedo. El miedo, la soledad, el miedo, la soledad. La soledad, la soledad. A los días, el sol nace nuevo, y cumple su promesa de ser el albacea de la esperanza. Entonces el hielo se convierte en río y baja por toda la montaña. Es un río de agua fría, es cierto, pero en él todo empieza a fluir. El miedo se vuelve pez, y decide nadarlo. Así encuentra, finalmente, su cauce. La soledad, como siempre esquiva, se intimida, pero con el pasar del tiempo y a medida que los ríos empiezan a crecer y a entibiarse, no le queda más opción que redimirse, y navegar. En ese ciclo se cumple la montaña, quien tiene planeado, a futuro, volverse a congelar y volverse río, y volverse fuego, como todos los demás.


Rodolfo Monterroso.

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