18 de abril de 2009

Delírium Trémens

Delírium Trémens

Era el tiempo. Aliado y enemigo, cómplice sin rostro de la eternidad. Era el tiempo el que se ensañaba sobre usted, que emitía hilaridades profundas, silenciosas, pero tajantes. Lo buscaba, encontraba los momentos exactos para burlarse y apuntar con prolija puntería la sorna más punzante. El tiempo pasa, el tiempo corre, y usted está sentado, sin comprender el motivo, intentando inútilmente detenerlo, rogándole clemencia para que detenga, por un instante al menos, su transcurso incesante. Se niega, una vez más con esa sonrisa irónica, tan vulgarmente invisible que ofende precisamente porque a pesar de serlo, es también tremendamente indudable. Existe, sin lugar a la menor discusión. Es una existencia categórica, irrebatible, pero a la vez imperceptible. El tiempo se burla en su cara y usted no puede verle el rostro a él. Maldito. Lo increpa, arremolinada su mente, ingrávido su cuerpo, desorbitada su mirada; lo enfrenta, con valentía primordialmente abstracta, pero valentía al fin de cuentas. A media batalla, de la manera más fatal y absurda, usted cae involuntaria e inexorablemente al suelo, de espaldas, empujado por una fuerza invencible, inenarrable. Lo botó, lo tiró al piso, y ahora un espeluznante temblor sacude su cuerpo entero, estremeciéndolo cual convulsión epiléptica. El mundo da vueltas y el techo se encarniza rabiosamente en su contra, intentado abofetearlo. Ofrece aplastarlo, baja a milímetros de usted y luego vuelve a su lugar de origen, o un poco más allá, para volver con más ímpetu y cada vez más cerca. El tiempo pasa, una vez más, y ahora que los sucesos de su caída y del subibaja del techo son pretérito, pluscuamperfectamente usted recuerda que había sufrido el ataque del techo y que el delirio había sido más torturador que el golpe mismo, que nunca llegó pero que está seguro hubiese sido menos martirizante que esa zozobra de la espera.
Ahora el ruido, que en una avalancha ha venido cayendo desde lejos, trayendo consigo y recogiendo en su camino, cada fragmento, cada partícula pertenecientes al universo lúdico y desquiciado del ruido. Después del incisivo tufo del silencio, arriba el acre aroma del bullicio. El tiempo y su enfermizo andar perenne e inquebrantable, discurría en voz baja, siempre en un lúgubre y excéntrico mutismo. Ahora es el momento de la autonomía del sonido. Arremete contra usted, sobre su cuerpo, sobre su calma, y mientras todo se va derrumbado en su interior, usted se incorpora en el exterior, levanta la mirada, se dirige a la barahúnda, observa el remolino de figuras alborotadas, pero sobre todo, percibe el ruido, el ensordecedor e insoportable flujo sonoro que emana del desorden. Abigarrados colores y extáticas disonancias, es una borrasca de ecos, voces, sonidos, distorsiones auditivas, amplificaciones desentonadas, difusiones desafinadas, una barbarie sonora sin precedentes, nauseabunda, desquiciadora, tormentosa. Ruido. Es ruido. Se percata que llegaron de nuevo las asquerosas trémulas agitaciones, provocadas esta vez por la desesperación y la angustia que le produce toda aquella trifulca auditiva. Es el ruido que lo aturde, que lo anega. Cada molécula del cosmos sonoro acecha su oído, todo, absolutamente todo el ruido del mundo confluye en un instante para sacudir su tímpano en una tremenda explosión que pareciera perpetua. Todo el rumor del planeta sobre usted, que cae de nuevo al suelo, y sumergido en una desesperanza confusa y ambigua, se limpia los párpados, aprieta los puños, cierra los ojos. No, mejor los abre, y así, con los ojos bien abiertos y los puños bien cerrados, se levanta y grita con todas sus fuerzas, con la consumación interna de una fortaleza absoluta, de una monumental, descomunal y salvaje potencia que tenga el ímpetu necesario para acallar todo el ruido del universo. Usted grita. Grita. Grita. “¡Sho!”


Guatemala, 18 de abril de 2009
Jorge Mario De León Juárez (CHINO)

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