El viento nevado todavía soplaba alrededor de las ocho el tejado desgastado de la cabaña de Jack Canby. Él buscó en la repisa de botellas viejas un poco de brandy, pero solo encontró fondos vacíos. Entonces cogió su chaqueta y se dispuso a salir por un poco de licor. Era su cuarta semana libre, había cumplido apenas con su sentencia de ocho años. El tiempo vuela, se suele decir, pero para quienes viven dentro de cuatro paredes sin luz del sol, los segundos se vuelven puñales. Y después de un tiempo, y de estar tan apuñalados, no les queda más que aceptar la espera y convertirse en muertos andantes, porque si hay algo que se puede decir de los muertos, es que a ellos no se les puede matar.
Jack caminó con los ojos medio cerrados por la ventisca del norte, la habían estado anunciando en la radio las últimas semanas, pero él nunca se enteró. Era un largo viaje en esas condiciones hasta llegar al primer bar, casi unos dos kilómetros, pero en vista de la necesidad, la espera podía hacerse a un lado. Llegó con los cachetes enrojecidos y la sonrisa tiesa. Tenía tanto tiempo de no visitar el lugar, y aún así, en todos los alrededores de Jacksonville, el calendario seguía varado, congelado por la nieve interminable. La taberna estaba intacta. Ocho años, como suelen decir, no son nada, y en este caso era literalmente cierto. La cantina cowboy tenía un letrero en la parte de afuera que anunciaba su nombre con letras moradas neón, titilantes, quizás por viejas, y la “w” seguía quemada como la última vez que la vio. CO BOY se leía a la distancia. Adentro, el mismo olor a viejo y a cerveza derramada, a vaquero y a costumbre. Pasó como un Juan por su casa por las mesas de billar rayadas y rotas hasta llegar a la barra. Trató de reconocer a los empleados, pero nadie de los que él recordaba quedaba. Todo el mundo era otro, solo el lugar seguía siendo el mismo. Era una especie de obra de teatro en la que los pobladores eran actores de paso; se cierra el telón, y aparecen nuevos personajes. Jack se sentó a espalda suelta, trató de intercambiar palabras con la mesera pero ésta le tiró un par de monosílabos y se fue. Él se quedó meditabundo y taciturno, acaparando con todo su ancho torso su vaso, como si fuese un tesoro. En realidad todo lo que esperaba era que apareciese una mujer sola en la barra, y que llegase, como en sus fantasías presidiarias, a pedirle que la hiciera suya, que le hiciera el amor como nadie antes. Estaba seguro que no sucedería, pero con suerte, alguna que otra prostituta podría asomarse al bar. Ocho años no son nada, dice la gente, no obstante, para quienes los viven apuñalados por el tiempo, lo único que se desea es reivindicar cada uno de los segundos nuevos. No importa de qué forma. Así que esperó unas horas y otras cervezas, pero no pasó nada. Estaban por cerrar el lugar y decidió regresar a su cabaña abandonada.
Cuando llegó, el viento tiraba de su puerta de madera carcomida, y en ese vaivén rechinaba escandalosa. Prendió la fogata y algunas luces. El lugar estaba desordenado y polvoriento. Lo vio borroso y se tiró explanado sobre su cama. Otra nube de polvo que volaba. Después de un momento, supo que no podía dormir, el viento seguía crujiendo en los ventanales y la puerta no acallaba su baile.― TOC- TOC-quiiij -TOC- TOC-quiiij―. Sonaba incesante. Su cabeza estaba por estallar. Se levantó y fue hacia el baño que estaba algo enmohecido. Se vio en el espejo, se frotó la cara varias veces. Tenía los ojos rojos y la barba grasienta de varias semanas. Se dio un par de palmadas como intentando despertar de ese mórbido sueño. Luego empezó a sentirse mareado sin causa, se vio de reojo de nuevo; su cara estaba toda hinchada, sus vellos erizados, sin darse cuenta se estremeció ante el envés de la puerta y estuvo por caer al suelo unas dos veces. Perdió a partir de allí, todo control sobre si mismo, salió a la calle embriagado de locura, lo había poseído una fuerza extraña. Sabía que tenía un hambre inmemorial y el demonio interno que se había adueñado de él lo obligaba a saciarse. Hay momentos en los que se pierde todo estribo y toda norma, y una especie de llamado interno le da sentido al universo, sin palabras ni explicaciones. El deseo se convierte en el argumento categórico de la razón, como en otros tiempos, y como era entonces, el hombre caza, el hombre lucha por su territorio, de lo contrario muere.
Salió al acecho, con los ojos rojos y las pupilas dilatadas. Iba con las manos abiertas, como si fuese a coger algo. Sabía que a menos de una milla de distancia había dos o tres cabañas, y que algunas mujeres solas podían vivir en ellas. Llegó extasiado, rebosante de lujuria, y vio a su oasis desde un resquicio de la ventana. Una mujer bella, lozana y joven, llena de vida. Apuntó la mirada a su entrepierna, quería verla desnuda, quería sembrarla y proclamar la vida como le ordenaban sus adentros de fuego retenido, a punto de estallar. A sus ojos de lobo sanguinario, ella se le antojó un festín, no podía detenerse más, y derribó la puerta al segundo intento. La muchacha gritaba horrorizada. Corrió a callarla con un golpe fulminante, ella cayó de bruces al suelo y él se apresuró a taparle la boca. Le dijo con la mirada más fija que hubiese tenido y acaso con la convicción que es posible solo para quien ha descifrado el universo: ―Te vengo a hacer mía, tú eres mi mujer―. Mientras tanto ella lo veía con terror, pensando que era un asesino y un loco. ―No temas, te vengo a liberar de tus cadenas―. Le repitió gimiendo, anunciando su gloria. La desvistió, la acariciaba con una mano y la detenía con la otra. No tuvo más remedio que abofetearla un par de veces por eso del zangoloteo. Pero sabía que era suya, la penetró, y comenzó a gritar ebrio de placer y de satisfacción, mientras la estrangulaba sin darse cuenta hasta qué punto, pero luego de un rato quedó tiesa. Al percibir esa docilidad que casi solo los muertos exhiben, comenzó a acariciarla delicadamente con sus manos ásperas por todo su cuerpo, luego pasaba sus labios cerrados por su vientre y sus pechos, jugando con ellos a la vez que susurraba ―ahora siempre estaremos juntos―. Sabía que le había cumplido a las estrellas, a su interior de fuego, y a esa fuerza de antaño que lo movía, que le recordaba que tras su traje y su corbata, que ya hace bastante había abandonado, que detrás de sus palabras, de sus creencias y de sus teorías, seguía siendo aquel cazador barbado que lucha o muere, como fue mandado por la vida. Sabía que era quien siempre había sido: Mr. Hyde.
Rodolfo Monterroso.
1 comentario:
Erick Spiegeler.
Magnifica la narrativa descriptiva.
En mucha medida Mr Hyde enhominiza la Teoría del Criminal nato de Ambrosio, con respecto a si un individuo nace o se hace criminal, distinguiendose entre la determinación y la predisposición de los individuos por razones de índole biológica o genética. Aprovecho apra compartir el artículo con un buen amigo con quien el día de ayer (17 de abril) tuve la oportunidad de platicar mas o menos de este tema y la criminalidad en Guatemala (Javier Aquino)
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